Placer no es felicidad
Nos cuesta verlo, pero hay una diferencia profunda entre placer y felicidad. A veces se confunden porque ambos nos hacen sentir bien, al menos por un rato. Pero no son lo mismo, ni vienen del mismo lugar, ni nos llevan al mismo sitio.
El placer, por lo general, nace de estímulos externos. Algo nos gusta, nos excita, nos entretiene, nos calma. Es una respuesta rápida, poderosa, muchas veces física. Y es fácil entender por qué lo buscamos: el cuerpo y la mente lo celebran.
Pero el placer tiene un lado oscuro cuando se convierte en única meta. Cuando lo usamos para tapar vacíos, cuando necesitamos más y más para sentir lo mismo. Puede volverse adictivo.
La comida, el sexo, el móvil, la cocaína. No es el placer en sí el problema, sino nuestra relación con él. Esa urgencia por repetir la sensación, por no soltarla, por huir del silencio que queda cuando se va.
Y ahí es donde el placer puede volverse trampa. Porque nos promete alivio, pero no nos construye por dentro. Al contrario: si no lo sabemos ver, puede debilitarnos. Hacernos dependientes. Alejarnos de lo que realmente somos.
La felicidad, en cambio, no se basa en estímulos externos. No necesita una descarga de dopamina para existir. La felicidad nace de estar en paz con uno mismo. De sentirse bien por dentro, aunque fuera no todo sea perfecto.
Y lo curioso es que la felicidad, a diferencia del placer, nos fortalece. Nos hace más libres. Más resilientes.
Una persona feliz no necesita escapar. Puede disfrutar del placer, sí, pero no lo necesita para sentirse viva. Está enraizada. Y desde esa raíz puede enfrentar el dolor, la incertidumbre, los altibajos.
Hace años, cuando me di cuenta de esta diferencia, todo cambió.
Durante mucho tiempo había estado buscando fuera lo que se me había perdido dentro. Como si alguien perdiera un objeto en una habitación oscura y, en vez de buscar allí dentro, saliera al pasillo donde hay más luz. Suena absurdo, ¿verdad? Pero lo hacemos constantemente. Buscamos respuestas, alivio, sentido, en lo externo. Porque fuera brilla, parece más fácil, más rápido.
Pero uno no encuentra lo que ha perdido dentro si no se atreve a mirar dentro. Aunque haya menos luz. Aunque al principio dé miedo.
La felicidad no se compra, no se gana, no se persigue con esfuerzo. Se encuentra cuando dejas de huir de ti mismo. Es más, quizá al mirar hacia dentro encuentres cosas que no te gustan. Heridas antiguas, miedos que evitaste, partes de ti que habías escondido por vergüenza o por dolor. No pasa nada. Escucharte de verdad no significa juzgarte, ni arreglarlo todo de golpe. Significa estar ahí, presente, contigo. Y cuando haces eso —cuando por fin dejas de huir de ti y te sostienes con ternura— algo se ordena por dentro. Tu alma empieza a respirar. Y poco a poco, casi sin darte cuenta, se va llenando de una felicidad serena, que no depende de nada ni de nadie, porque nace de haberte reencontrado contigo mismo.
Y si estás leyendo esto, quizá haya una parte de ti que ya lo sabe. Que lo intuye.
¿Te atreves a venir a uno de nuestros retiros y mirar hacia dentro?
No prometemos respuestas mágicas. Pero sí un espacio real para escucharte, sentir, y empezar a recordar lo que en el fondo nunca estuvo perdido.